Allá por 1974 hizo una película famosa a la que tituló
«Sesenta segundos». El título aludía a lo rápido y fácil que es robar un
automóvil.
En esa película, que le produjo una fortuna, Halicki,
productor de Hollywood, hizo chocar noventa y tres automóviles, entre ellos
cuarenta y ocho de la policía. Después de eso se especializó en choques de
autos para el cine, creando toda una psicosis entre los espectadores.
En agosto de 1989 quiso filmar una segunda parte de
«Sesenta segundos», con él de protagonista. Pero algo falló en el escenario, y
una torre de acero, usada en la filmación, se desplomó y cayó sobre Halicki.
Todo ocurrió en menos de sesenta segundos. Y en ese espacio de tiempo el hombre
murió.
Poco antes de filmar esa última escena, recibió una
llamada telefónica. «Siempre hay consecuencias cuando las cosas salen mal -le
dijo un amigo-. Debes tener más cuidado.»
Impresionado por esa llamada, Halicki dijo: «Esta será mi
última escena de choques.» En realidad lo fue. En menos de sesenta segundos
pasó a la eternidad ese hombre talentoso de sólo cuarenta y ocho años de edad.
Correr riesgos por un poco más de dinero o un poco más de
fama no es nada prudente. La muerte acecha en todas partes. La vida vale más
que una hazaña. El valioso aliento de vida que Dios nos ha dado vale más que
cualquier cantidad de dólares.
No sólo en sesenta segundos, sino en un segundo, puede
terminar nuestra vida terrenal de modo que pasemos a la eternidad. Y en la
eternidad nos encontraremos con Dios, Creador nuestro y Juez Supremo de todas
nuestras acciones.
Pero también podemos, en menos de sesenta segundos,
recibir a Cristo como Señor y Salvador. Esa decisión, tomada en menos de un
minuto, nos da vida abundante y eterna, vida ahora y para siempre.